lunes, 24 de agosto de 2009

El último viaje en tren

El periodismo me ha traído hasta America del Sur. Pero mi plan inicial, el que tenía al dejar España ha cambiado. Mi misión en estas tierras era trabajar como corresponsal de guerra para el General Mitre en la guerra contra Paraguay, pero ante las actuales circunstancias, mi espíritu viajero no me ha permitido volver y hoy me encuentro nuevamente en Buenos Aires inmerso en este particular paisaje.

En el Paraguay, la guerra me ha mostrado la furia del hombre y su sed de destrucción, pero nunca antes había tenido la posibilidad de ver esta faceta de la muerte: suelta, sin control; en todos lados, en el aire, en el agua.

En mi primera visita, Buenos Aires era una ciudad en progreso. El puerto tal como un hormiguero, era un continuo paso de hombres y mujeres, buscando un futuro más prospero. Gente de todas partes del mundo llegaba a estas tierras, que les daban la bienvenida. Aquí existía una política de apertura, se esperaba a los extranjeros para poblar las tierras ocupadas por los indios, y de esa manera trabajarlas y producir recursos. He tenido la posibilidad de leer lo escrito por el Presidente Sarmiento en sus épocas de corresponsal, tal como yo, y en esas líneas se veían reflejadas las políticas de desarrollo de este lugar. El europeo llegaba aquí a poblar y civilizar.

Pero hoy el panorama ha cambiado. A pesar de las advertencias que recibí de las personas que encontraba en el camino, huyendo de la ciudad, yo debía llegar hasta aquí y ver esto con mis propios ojos. Mis planes al finalizar la guerra eran otros; viajar al Brasil, visitar algunos colegas que conocí durante mi estadía en los campos de batalla y con toda la información recolectada en mi diario volver a España. Estando en Brasil las noticias de una Buenos Aires azotada por la Fiebre Amarilla comenzaron a llegar. Decidí entonces emprender el regreso hacia la Gran Aldea, por donde había pasado antes de llegar al Paraguay.

Las advertencias han sido demasiadas en los largos kilómetros recorridos hacia Buenos Aires y me he encontrado con personas huyendo hacia el interior, para escapar del mal que los acecha.

Tuve algunos problemas para poder entrar en la ciudad, ya que desde las provincias limítrofes recomendaban no seguir. En ese momento me parecieron exageradas las recomendaciones, pero al ver las calles de la ciudad de Buenos Aires creo que fueron bien fundadas.

A medida que avanzaba por la ciudad una sensación de vacío y desolación se apoderó de mí. Llego a la plaza Victoria y viene a mi memoria como una foto, la plaza de mi antigua visita; llena de vida, con idiomas mezclándose y distintos ritmos que se fundían para formar una sola música. Ahora la música no está, sólo se escuchan motores de autos que vienen y van, autos que por lo que alcanzo a ver son en su mayoría coches fúnebres. El aroma de la ciudad ha cambiado, no se si es el calor que espesa el aire o el olor hediondo que hace tan difícil respirar.

La plaza Victoria está vacía, en los alrededores tampoco hay nada. El Cabildo cerrado, la Casa de Gobierno desierta, las autoridades han dejado la ciudad hace tiempo ya.

Tomo la calle Balcarce y me dirijo hacia el barrio de San Telmo, he escuchado comentarios de que esa zona es la más sufrida. No se ve mucho movimiento, hay casas cerradas, con las ventanas y puertas tapiadas por maderas; otras están abiertas, pero en su interior no queda nada, no hay muebles ni gente, nada.

Continúa el ir y venir de los coches fúnebres, algunos cajones son llevados por los coches de plaza y otros quedan apilados en las esquinas. Es una imagen difícil de olvidar, pocas veces viví algo de semejante magnitud, mi piel se estremece. Pienso en cada persona que se encuentra allí adentro, su muerte pasa como algo más, inadvertido; no hay honores ni glorias, hasta el ser más despreciable merece un descanso más digno.

Recorro las calles de San Telmo y los conventillos comienzan a aparecer, otra vez la sensación de vacío me ahoga. El paisaje es conmovedor, cuadras atrás las calles estaban vacías, y ahora veo a las pocas personas que siguen aun en la ciudad, los inmigrantes, luchando para no ser desalojados, peleando para que sus pertenencias no sean incineradas. Es un caos, un malón de policías irrumpe en una de las casas y los inquilinos resisten, la requisa parece estar a cargo de dos hombres que intentan explicarles a los inmigrantes la situación. Estos hombres no son parte de la policía, su vestimenta es distinta y su comportamiento difiere, ellos ordenan, designan lo que será para quemar y lo que no, pero en ningún momento entran en lucha con los inquilinos, para eso están los oficiales.
Es una situación insólita, los gritos me aturden, los idiomas son varios y es imposible entender lo que está sucediendo.

La violencia le gana a todo intento de paz, y la policía comienza a reprimir ante la negativa de los inquilinos de abandonar el lugar. Por un instante creo volver al Paraguay, reviviendo viejas escenas de violencia.
La situación se vuelve aun más tensa, comienzan a quemar todas las pertenencias de los inmigrantes, mientras las mujeres pelean por salvar sus cosas. La lucha se vuelve cada vez más cruel, digna de los mejores campos de batalla; los dos hombres a cargo siguen dando órdenes y los oficiales obedecen, entran al edificio rompiendo la barrera de los inquilinos que no les permiten el paso, y sacan a la vereda todo lo que encuentran: ropa, muebles, colchones. Esta gente está viendo ante sus ojos desaparecer lo poco que tienen, todo un sueño de prosperidad arde ante ellos. Es desgarrador.

Parece que la policía ya ha arrasado con todo, los dos hombres que dirigen empiezan a discutir y uno de ellos entra al conventillo sin importarle los golpes y empujones que recibe por parte de los habitantes que resisten su desalojo. Afuera todavía sigue la lucha, el humo del incendio cubre la atmósfera y hace aún más caótica la situación, empiezan a haber algunos caídos, con brazos o cabezas rotas. El hombre sale del edificio y da la orden de retirarse. Parece que por fin la situación va a calmar, pero no es así; antes de irse los policías clausuran el conventillo y desata la furia de los inquilinos. Con mas violencia que antes, buscan resistir y no permiten que el conventillo sea cerrado. La resistencia es inútil, la policía logra cerrar el lugar y a toda prisa se retiran. Es desolador ver como queda esta gente, heridos y desesperados. Intentan apagar el fuego para rescatar algo, pero es en vano, no queda nada. Comienzan a dispersarse, algunos intentan entrar nuevamente al edificio, otros, los mas resignados, emprenden el viaje y desparecen.
Busco a los hombres encargados de este operativo tratando de hablar con ellos y los encuentro en otro conventillo repitiendo las mismas acciones. Me acerco a uno de ellos y pocas son las palabras que logro cruzar con él, no me presta atención, está demasiado ocupado con su misión. Pero en el momento en que escucha mi nombre se detiene, nos corre hacia un costado y se dedica a hablar conmigo. Reconoce quien soy, ha escuchado hablar de mí y de mi labor con el General Mitre.

Se presenta como Juan Carlos Gómez, miembro de la Comisión Popular, me explica cual es su labor y a que se dedica esta comisión. Ellos son los encargados de desinfectar los focos infecciosos. Le pregunto si es necesario dejar en la calle a toda esa gente y él responde que es la única manera de apaciguar los males. Me da algunos datos que me impactan, el día anterior se notificaron 501 muertes debido a la fiebre amarilla, me comenta del colapso que esta sufriendo la ciudad. Desde hacia una semana el gobierno decretó feriado nacional hasta fin de mes y se aconseja abandonar la ciudad, diarios como La Nación o La Prensa apoyan esta medida desde sus editoriales. Los Hospitales de Hombres y Mujeres están colapsados, las autoridades armaron carpas de emergencias y aun así, Gómez dice que es imposible afrontar la situación ya que sólo quedan 70 médicos en la ciudad. Muestra cierto desprecio hacia el Gobierno, critica el haber abandonado la ciudad y los hace responsables de la gravedad de la situación, me explica que ya a principio de año, algunos de sus colegas anticipaban el brote epidémico, pero estas advertencias no fueron tomadas en cuenta, las autoridades estaban ocupadas con los preparativos de los festejos oficiales del carnaval.

Me pide disculpas y se retira ya que el desalojo del conventillo es otra vez violento y él debe hacerse cargo. Camina unos pasos alejándose, y volviéndose hacia mi, me dice: “si realmente quiere ver la furia de la epidemia, viaje hacia el oeste y busque el nuevo cementerio, pregunte por la locomotora La Porteña o como me gusta llamarla a mi, el Tren de la Muerte, busque al señor Munilla, el podrá contarle más”. Otra vez se alejó.

Subo al carruaje que me traslada y doy indicaciones de ir hacia el nuevo cementerio. Las palabras de Gómez quedan repicando en mi mente, 501 muertos, tren de la muerte, un nuevo cementerio, realmente esto es una catástrofe.

Creo que me estoy acercando, ya que hay cada vez más carros con cajones que van en mi misma dirección. Un estruendo me hace notar la llegada del tren, todavía no logro visualizarlo pero el humo de la locomotora en el cielo y el ruido me indican que está cerca.
A lo lejos se ve la entrada del cementerio, los carros hacen fila uno detrás de otro para poder ingresar. Algunos cuerpos son traídos sin féretro y los sepultureros los apilan en la entrada. Metros mas atrás aparece parado en la estación el Tren de la Muerte. Los hombres del cementerio abren las puertas de los vagones de carga y allí están los ataúdes de la Fiebre Amarilla, uno arriba de otro formando casi un muro de color madera.

Me bajo antes de llegar a la entrada, la calle está colmada y es imposible avanzar con el carruaje. La atmósfera es densa, el humo de la locomotora más el olor a putrefacción hacen que sea muy difícil respirar. Llego a la puerta y un hombre me detiene, me presento y pregunto por el señor Munilla. Éste me pide que espere y sale a buscarlo, Munilla tarda alrededor de media hora en llegar. Se disculpa por la tardanza y explica que es una tarea tediosa ser el encargado del cementerio en esta época de epidemia. Me presento nuevamente y le comento cual era mi profesión y la razón que me trajo hasta aquí. Munilla me invita a pasar a su precaria oficina, un cuarto sin ventanas que contaba sólo con dos sillas, algo muy improvisado.

Comienza la charla intentado no hacer tan formal el encuentro y bromea que si algún día llego a publicar un libro sobre la epidemia le gustaría recibir una copia. Sonrío y le digo que así será, luego le pido que me describa la situación.

Empieza contándome que estas siete hectáreas fueron compradas por el Gobierno debido al colapso del cementerio del sur. Anteriormente trabajaba como sepulturero, pero debió ponerse al frente del cementerio cuando el anterior encargado murió de fiebre amarilla. Acota que ya son más de doce los sepultureros que murieron mientras trabajaban.
No aguanto mi ansiedad y sin dejar que él termine de hablar pregunto sobre el famoso tren de la muerte. Sonríe otra vez, admite que ese nombre le parece gracioso y me explica que es un nuevo ramal del tren que desde el gobierno pusieron a disposición para el traslado de los cuerpos; realiza sólo dos viajes y son de uso exclusivo para el transporte de cajones, de allí el famoso nombre. Noto que Munilla aun rodeado de tanta muerte no pierde el sentido del humor, y largando algunas carcajadas me cuenta como hace unos días confundieron a un hombre que se quedó dormido en la calle luego de una soberana borrachera y lo llevaron con los demás cuerpos sin vida, al llegar al cementerio el hombre despertó, casi pierde la vida por error. Yo me rio un poco por lo irónico de la situación y otro poco por compromiso.
La entrevista termina de manera muy amigable, Munilla me habla de su familia y pregunta por la mía, a pesar de las circunstancias ha sido un tiempo muy grato el que he pasado con este hombre.
Me acompaña hasta la puerta donde me despide y me hace prometerle que cuando la epidemia pase volveríamos a encontrarnos, para celebrar la vida. Yo acepto con mucho gusto, estrecho su mano y antes de irme, Munilla bromea una vez más conmigo, se ríe del calor y transpiración de mis manos, me pregunta que es lo que me pone así, si eran los nervios de tener a la muerte tan cerca. Sonrío y respondo irónicamente, que puedo con ella. Recién en este instante me percato del calor que siento, inusual para ésta época del año. Doy un último vistazo al cementerio, saludo una vez más a Munilla y salgo en busca del carruaje que me espera. Camino con la cabeza gacha, como si la realidad me pesara sobre los hombros; una gota de sangre que cae en mi camisa me saca de forma abrupta de mis pensamientos. Tomo el pañuelo blanco que siempre llevo en el bolsillo de mi traje, me limpio la nariz y este se tiñe en su totalidad de rojo.

Yo sé muy bien qué significa esto, lo he visto, lo reconozco.

Pienso en la promesa que tengo con Munilla y como hombre de palabra que soy la cumpliré. Volveré antes de lo previsto sólo que esta vez no será en carruaje.








Esto es la última versión de mi proyecto de narración, como siempre el resultado final no me termina de convencer, pero sigo intentando de darle un poco más de forma.
Voy a intentar de seguir subiendo la información que fui recolectando para realizar el trabajo.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Pensamientos de escritora

Retorno luego de una vacaciones en Cordoba. Necesito ponerme al día con todo lo del proyecto y empezar a subir los borradores que tengo y las versiones mas elaboradas.


Primeramente voy a subir la información que estuve buscando, en la cual se basa gran parte de mi trabajo. Como mi trabajo trata de una epidemia en el 1870, me dedique a leer muchos libros de historia, páginas de internet, buscar fotos, mapas, para lograr darle un contexto a este trabajo.

No subo todo porque hay muchas cosas repetidas y se haria muy extenso.



La epidemia de fiebre amarilla de 1871 fue una catástrofe que mató al 8% de los porteños, paralizó la ciudad, hundió algunos barrios e hizo surgir otros, clausuró el cementerio del Sur y engendró Chacarita.
A comienzos de 1870, Buenos Aires es todavía la Gran Aldea. En ella conviven el Gobierno Nacional, el de la Provincia de Buenos Aires y el municipal. El censo de 1869 había registrado en la Ciudad de Buenos Aires 187.000 habitantes. Se inaugura el tranvía de la Recoleta a la Plaza de la Victoria( actual plaza de mayo). Se fundan la Compañía de Gas y el Banco Nacional, y el primer bandoneón desembarca en brazos de un marinero alemán. Por cada librería hay cien billares y 150 pulperías. Un dato es preocupante: sobre 19.000 viviendas urbanas, 2.300 son de madera o barro y paja. Hay un incipiente sistema de aguas corrientes, pero el grueso de la población se surte de pozos o directamente del río, por medio de los aguateros. En este último caso, las quejas por la suciedad del agua son constantes. La construcción no acompaña el ritmo del flujo inmigratorio. Comienza el hacinamiento de inmigrantes en los barrios del sur. La higiene urbana deja mucho que desear.

El panorama del país interior: La Guerra del Paraguay finaliza con la destrucción total del país hermano.
Los montoneros tienen a maltraer al presidente Sarmiento y los malones liderados por el cacique Calfucurá consuman doce invasiones en un año. Una de ellas llega a los suburbios de Rosario; las fronteras interiores retroceden a los límites del siglo XVIII.
A fines de 1870 se registran numerosos casos de fiebre amarilla en Asunción del Paraguay. En Corrientes, el primer enfermo se detecta en diciembre de ese año y el último en junio de 1871. De 11.000 habitantes que tenía la ciudad, mueren 2.000.
El 27 de enero se conocen tres casos de fiebre amarilla en Buenos Aires. A partir de esa fecha se registra un promedio de diez enfermos diarios. Las autoridades parecen desoír a quienes advierten que se está en presencia de un brote epidémico. La polémica crece y gana los diarios. La municipalidad trabaja intensamente preparando los festejos oficiales del carnaval. A fines de febrero el Dr. Eduardo Wilde asegura que se está en presencia de un brote febril. El bullicio carnavalesco ahoga la voz de este solitario aguafiestas. Marzo empieza con 40 muertes diarias. Todas de fiebre. El pánico sucede a la despreocupación. La peste desborda a los conventillos de San Telmo para, sin prejuicios clasistas, comenzar a golpear a las familias acomodadas del Norte. Se prohíben los bailes. Mucha gente decide abandonar la ciudad. La primera semana de marzo cierra con cien fallecimientos diarios provocados por la fiebre. Algunos diarios informan sobre el flagelo con titulares catastróficos, estimulando a la otra peste que empieza a atacar a los que se salvaron de la fiebre: el terror.
Los hospitales generales de Hombres, de Mujeres, el Italiano y la Casa de Expósitos (Casa Cuna) colman su capacidad. Los sesenta médicos que se quedaron, igual que el puñado de enfermeras y sepultureros, no dan abasto. El puerto es puesto en cuarentena y las provincias limítrofes impiden el ingreso de personas y mercaderías procedentes de Buenos Aires.
El 13 de marzo se crea la Comisión Popular de lucha contra la fiebre. La encabeza el doctor Roque Perez y están entre otros, Lucio Mansilla, Argerich, Billinghurst, el poeta Guido Spano, Vedia y Mitre. A mediados de mes los muertos pasan de 150 por día. La ciudad se va paralizando. El presidente Sarmiento y el vice Adolfo Alsina la abandonan. El diario La Prensa del 21 de marzo comenta el hecho con éstas palabras: “Hay ciertos rasgos de cobardía que dan la medida de lo que es un magistrado y de lo que podrá dar de sí en adelante, en el alto ejercicio que le confiaron los pueblos”.
La ciudad tenía solamente 40 coches fúnebres. A fines de marzo, los ataúdes se apilan en las esquinas. Coches con recorrido fijo transportan todos los cajones que encuentran. Pronto se agregan los coches de plaza para cubrir la demanda de vehículos. Las tarifas que cobran los “mateos” es otro de los escándalos que se suma al precio de los escasos medicamentos que existen, y que apenas sirven para aliviar los síntomas. Empiezan a escasear los féretros, los carpinteros también son mortales. Por ésta razón, los cadáveres, cada vez en mayor cantidad, son envueltos en sábanas o simples trapos, y los carros de basura se incorporan a la flota fúnebre. Se inauguran las fosas colectivas. Hay saqueos y asaltos a viviendas a plena luz del día. Los delitos se incrementan velozmente, como los suicidios. Algunos delincuentes operan disfrazados de enfermeros, para acceder fácilmente a las casas en que hay enfermos.
Abril había comenzado con un avance desenfrenado de la fiebre. El día 4 fallecen 400 enfermos. El 15 la municipalidad ordena desalojar los conventillos. La Comisión pide que se los incendie. El cementerio del Sur, el actual Parque Ameghino de la Avenida Caseros al 2300, queda colmado. La municipalidad compra siete hectáreas en la Chacarita de los Colegiales y habilita un nuevo cementerio. El problema es la distancia. El ferrocarril Oeste tiende una línea de emergencia a lo largo de lo que hoy es la Avenida Corrientes, con cabecera en Corrientes y Pueyrredón. Se inaugura una suerte de tren de la muerte, pues el convoy, que realizaba dos viajes diarios pero de ida solamente, transportaba exclusivamente difuntos. Así nació Chacarita.
El 9 de abril fallecen 501 personas. Recordemos que el promedio diario de muertes antes de la epidemia, era de veinte individuos. Entonces las autoridades que todavía quedan, ofrecen pasajes gratis, y vagones del ferrocarril como viviendas de emergencia, en lo que hoy es el Gran Buenos Aires. Dos tercios de la población abandonan la ciudad. La Comisión Popular, independientemente del gobierno, también se dirige a los vecinos y aconseja textualmente: “...abandonen la ciudad. Aléjense de ella lo antes posible”.

El día 10 de abril, los gobiernos Nacional y Provincial decretan feriado hasta fin de mes, legalizándose una situación que ya existía de hecho. Ese día, 563 defunciones acompañan el feriado negro. A la parálisis de la administración pública y el sistema bancario, se suma una ola de quiebras y la caída vertical de la actividad económica. Los diarios cierran uno a uno. Sólo La Nación sigue saliendo en forma normal. La Prensa lo hace con una edición de emergencia.
Hubo personas que pudiendo abandonar la ciudad, no lo hicieron. Que en vez de tratar de salvarse, murieron llevando auxilio a quienes nunca habían visto. De unos pocos tenemos los nombres, como los doctores Roque Perez, Manuel Argerich, Francisco Muñiz y otros. La mayoría quedó en el anonimato. Cayeron luchando contra la epidemia: sesenta sacerdotes, doce médicos, cinco farmacéuticos y cuatro miembros de la Comisión Popular.
La cifra oficial de víctimas es aún hoy tema de discusión, pero la más verosímil sería la que da la Asociación Médica Bonaerense en su revista aparecida el 8 de junio de 1871: 13.614 muertos. Este dato coincide con el diario personal de Mardoqueo Navarro, un sobreviviente que llevó un cuaderno de apuntes durante toda la epidemia, y a quien Scenna reivindica como una importante fuente de información. Según el doctor Penna, siempre citando a nuestras fuentes, en lo que hoy es el apacible Parque Ameghino, habrían sido sepultadas nada menos que 11.000 personas. Del resto, algunos fueron llevados a Recoleta y los demás tuvieron el discutible honor de inaugurar Chacarita.










Este es un pequeño resumen de toda la búsqueda que realice. Hay mucho mas para agregar, pero creo que se haría muy extenso y aburrido








Estas son algunas fotos que fui encontrando, para recrear un poco más la ciudad en esa época. (Antiguo cuartel en Arenales entre Maipu y Florida)



Un mapa de Buenos Aires con las calles que había en 1870.



La plaza Victoria (actual plaza de Mayo).