sábado, 5 de septiembre de 2009

Proyecto de narración

Mirando hacia atrás en el proyecto de narración, mi primer encuentro con un texto sobre la fiebre amarilla, se dio tras un consejo de Claudia de que indagara sobre epidemias pasadas que hayan ocurrido en la ciudad de Buenos Aires. Comencé mi búsqueda leyendo cosas muy variadas, pero nada me convencía realmente, hasta que leí este texto, que no sólo habla de la fiebre amarilla en sí, sino de la creación del cementerio de Chacarita, agrega un poema de Borges y también describe brevemente el mundo de la música en ese momento.



Fiebre amarilla en Buenos Aires
Cuando uno camina por las calles de su ciudad, calles nocturnas y solitarias, suele asociar la inseguridad a un asaltante furtivo o a un coche cruzando en rojo y acabando súbitamente con nuestras cavilaciones. Pero cuesta imaginarse a la muerte suelta, traicionera e invisible. La muerte en el aire, en el agua que bebemos, y sin embargo así fue. La epidemia de fiebre amarilla de 1871 fue una catástrofe que mató al 8% de los porteños, paralizó la ciudad, hundió algunos barrios e hizo surgir otros, clausuró el cementerio del Sur y engendró Chacarita. Mostró el verdadero rostro de muchos; heroísmo y solidaridad en algunos, traición, cobardía y oportunismo en otros. Fueron los rostros de la peste.
A comienzos de 1870, Buenos Aires es todavía la Gran Aldea. En ella conviven el Gobierno Nacional, el de la Provincia de Buenos Aires y el municipal. El censo de 1869 había registrado en la Ciudad de Buenos Aires 187.000 habitantes. Se inaugura el tranvía de la Recoleta a la Plaza de la Victoria. Se fundan la Compañía de Gas y el Banco Nacional, y el primer bandoneón desembarca en brazos de un marinero alemán. Por cada librería hay cien billares y 150 pulperías. Un dato es preocupante: sobre 19.000 viviendas urbanas, 2.300 son de madera o barro y paja. Hay un incipiente sistema de aguas corrientes, pero el grueso de la población se surte de pozos o directamente del río, por medio de los aguateros. En este último caso, las quejas por la suciedad del agua son constantes. La construcción no acompaña el ritmo del flujo inmigratorio. Comienza el hacinamiento de inmigrantes en los barrios del sur. La higiene urbana deja mucho que desear.
El panorama del país interior es mucho menos tranquilo que el de la futura Reina del Plata. La Guerra del Paraguay finaliza con la destrucción total del país hermano. Su conductor, el Mariscal Francisco Solano López, muere combatiendo. Los montoneros tienen a maltraer al presidente Sarmiento y los malones liderados por el cacique Calfucurá consuman doce invasiones en un año. Una de ellas llega a los suburbios de Rosario; las fronteras interiores retroceden a los límites del siglo XVIII.
La década del Sesenta se aleja con una advertencia: dos brotes de cólera en Buenos Aires, uno en 1867 y el otro en 1868 dejan centenares de víctimas. A fines de 1870 se registran numerosos casos de fiebre amarilla en Asunción del Paraguay. En Corrientes, el primer enfermo se detecta en diciembre de ese año y el último en junio de 1871. De 11.000 habitantes que tenía la ciudad, mueren 2.000.
Con el año nuevo comienzan a llegar los primeros veteranos de la Guerra del Paraguay. El 27 de enero se conocen tres casos de fiebre amarilla en Buenos Aires. A partir de esa fecha se registra un promedio de diez enfermos diarios. Las autoridades parecen desoír a quienes advierten que se está en presencia de un brote epidémico. La polémica crece y gana los diarios. La municipalidad trabaja intensamente preparando los festejos oficiales del carnaval. A fines de febrero el Dr. Eduardo Wilde asegura que se está en presencia de un brote febril. El bullicio carnavalesco ahoga la voz de este solitario aguafiestas. Marzo empieza con 40 muertes diarias. Todas de fiebre. El pánico sucede a la despreocupación. La peste desborda a los conventillos de San Telmo para, sin prejuicios clasistas, comenzar a golpear a las familias acomodadas del Norte. Se prohíben los bailes. Mucha gente decide abandonar la ciudad. La primera semana de marzo cierra con cien fallecimientos diarios provocados por la fiebre. Algunos diarios informan sobre el flagelo con titulares catastróficos, estimulando a la otra peste que empieza a atacar a los que se salvaron de la fiebre: el terror.
Los hospitales generales de Hombres, de Mujeres, el Italiano y la Casa de Expósitos (Casa Cuna) colman su capacidad. Los sesenta médicos que se quedaron, igual que el puñado de enfermeras y sepultureros, no dan abasto. El puerto es puesto en cuarentena y las provincias limítrofes impiden el ingreso de personas y mercaderías procedentes de Buenos Aires.
El 13 de marzo se crea la Comisión Popular de lucha contra la fiebre. La encabeza el doctor Roque Perez y están entre otros, Lucio Mansilla, Argerich, Billinghurst, el poeta Guido Spano, Vedia y Mitre. A mediados de mes los muertos pasan de 150 por día. La ciudad se va paralizando. El presidente Sarmiento y el vice Adolfo Alsina la abandonan. El diario La Prensa del 21 de marzo comenta el hecho con éstas palabras: “Hay ciertos rasgos de cobardía que dan la medida de lo que es un magistrado y de lo que podrá dar de sí en adelante, en el alto ejercicio que le confiaron los pueblos”.
La ciudad tenía solamente 40 coches fúnebres. A fines de marzo, los ataúdes se apilan en las esquinas. Coches con recorrido fijo transportan todos los cajones que encuentran. Pronto se agregan los coches de plaza para cubrir la demanda de vehículos. Las tarifas que cobran los “mateos” es otro de los escándalos que se suma al precio de los escasos medicamentos que existen, y que apenas sirven para aliviar los síntomas. Empiezan a escasear los féretros, los carpinteros también son mortales. Por ésta razón, los cadáveres, cada vez en mayor cantidad, son envueltos en sábanas o simples trapos, y los carros de basura se incorporan a la flota fúnebre. Se inauguran las fosas colectivas. Hay saqueos y asaltos a viviendas a plena luz del día. Los delitos se incrementan velozmente, como los suicidios. Algunos delincuentes operan disfrazados de enfermeros, para acceder fácilmente a las casas en que hay enfermos.
Abril había comenzado con un avance desenfrenado de la fiebre. El día 4 fallecen 400 enfermos. El 15 la municipalidad ordena desalojar los conventillos. La Comisión pide que se los incendie. El cementerio del Sur, el actual Parque Ameghino de la Avenida Caseros al 2300, queda colmado. La municipalidad compra siete hectáreas en la Chacarita de los Colegiales y habilita un nuevo cementerio. El problema es la distancia. El ferrocarril Oeste tiende una línea de emergencia a lo largo de lo que hoy es la Avenida Corrientes, con cabecera en Corrientes y Pueyrredón. Se inaugura una suerte de tren de la muerte, pues el convoy, que realizaba dos viajes diarios pero de ida solamente, transportaba exclusivamente difuntos. Así nació Chacarita.
Jorge Luis Borges lo recordó con éstas palabras:
Porque la entraña del Cementerio del Sur
fue saciada por la fiebre amarilla hasta decir basta;
porque los conventillos hondos del sur
mandaron muerte sobre la cara de Buenos Aires
y porque Buenos Aires no pudo mirar esa muerte, a paladas te abrieron
en la punta perdida del oeste, detrás de las tormentas de tierra
y del barrial pesado y primitivo que hizo a los cuarteadores.
Sobre lo que eran los conventillos de la época, hay dos testimonios interesantes; pues se trata de visiones políticas y sociales muy distintas y sin embargo coincidentes en la denuncia de las condiciones de vida de los inquilinos, y en la condena moral del conventillo como negocio. Se trata del escritor católico Santiago Estrada y el dirigente sindical Adrián Patroni, de extracción socialista.
Dice Estrada en su libro Viajes y otras páginas literarias escrito algunos años después de la epidemia: “En aquellas habitaciones no tiene cada persona los 35 metros cúbicos de aire que necesita el hombre para vivir en buenas condiciones higiénicas. Cuando está ocupada la ratonera del conventillo, recuerda las cajas repletas de latas de mariscos. Hombres, mujeres, niños, perros, gatos, gallinas, viven y duermen. No falta negociante que haya ingeniado otros medios de alojamiento para pobres e inmigrantes. Se dice que en ciertos conventillos, se alquila por las noches el piso del patio, dividido en fracciones del tamaño de una sepultura. Algunos posaderos de la muerte arriendan lo que llaman ‘cama caliente’. En la ‘cama caliente’ duermen sucesivamente tres o más personas que esperan a que les llegue el turno sentados en los umbrales. Si a esto se agregan los efectos de una mala alimentación y si al aire viciado y a la mala alimentación, se añaden los efectos de los vestidos inadecuados a las estaciones o sucios, se convendrá en que cada uno de los conventillos de Buenos Aires es un taller de epidemias, el tálamo en el cual la fiebre amarilla y el cólera se recrean”.
Por otro lado, dice el gremialista Adrián Patroni en su obra Los trabajadores en la Argentina publicada en 1898: “Imaginen un terreno de diez a quince metros de frente, a veces menos, por cincuenta o sesenta de fondo. Y algo que parece un edificio o casa de miserable aspecto. Pasando el zaguán, dos largas filas de habitaciones. Cada una de tres por cuatro o cuatro por cinco. Estas celdas son ocupadas por las familias obreras, con hasta cinco o seis hijos, cuando no por tres o cuatro hombres solos. Estos tugurios a la vez sirven de dormitorio, sala, comedor y taller de sus moradores. Pocos, de éstos verdaderos infiernos son los que albergan a menos de ciento cincuenta personas”.
Estas eran en general, las condiciones de vida de la masa inmigrante y de muchos criollos. Condiciones que se mantendrían a pesar de los avances técnicos en los años posteriores, cuando la inmigración se convierte en aluvional y los conventillos se multiplican sobre suelo porteño. Ejemplo de ello, es la denuncia hecha en el Congreso Nacional por el diputado socialista Alfredo Palacios en 1905: “En la Boca existen 308 conventillos en que se alojan 14.281 habitantes. El 50% de las defunciones, son niños.”
Pero como el tema específico del conventillo da como mínimo para un libro entero, volvamos a la fiebre amarilla. El 9 de abril fallecen 501 personas. Recordemos que el promedio diario de muertes antes de la epidemia, era de veinte individuos. Entonces las autoridades que todavía quedan, ofrecen pasajes gratis, y vagones del ferrocarril como viviendas de emergencia, en lo que hoy es el Gran Buenos Aires. Dos tercios de la población abandonan la ciudad. La Comisión Popular, independientemente del gobierno, también se dirige a los vecinos y aconseja textualmente: “...abandonen la ciudad. Aléjense de ella lo antes posible”.
El día 10 de abril, los gobiernos Nacional y Provincial decretan feriado hasta fin de mes, legalizándose una situación que ya existía de hecho. Ese día, 563 defunciones acompañan el feriado negro. A la parálisis de la administración pública y el sistema bancario, se suma una ola de quiebras y la caída vertical de la actividad económica. Los diarios cierran uno a uno. Sólo La Nación sigue saliendo en forma normal. La Prensa lo hace con una edición de emergencia.
A partir del 12 de abril, las cifras comienzan a invertirse lentamente. El día 20 los fallecimientos caen a cien. Pero coincidiendo con el regreso de muchos evacuados, a fin de mes se produce un repunte de la enfermedad que provoca una nueva huida en masa. La fiebre parece resurgir con más fuerza, como un ciclo infernal dispuesto a repetirse hasta el infinito. Una profunda depresión se abate sobre los sobrevivientes. La ciudad, que al ser fundada bautizó orgullosamente su puerto con el nombre de Santa María, como invocando un destino superior, parece ahora una pobre aldea apestada, abandonada hasta por el más humilde miembro del santoral.
No obstante, hubo personas que pudiendo abandonar la ciudad, no lo hicieron. Que en vez de tratar de salvarse, murieron llevando auxilio a quienes nunca habían visto. De unos pocos tenemos los nombres, como los doctores Roque Perez, Manuel Argerich, Francisco Muñiz y otros. La mayoría quedó en el anonimato. Cayeron luchando contra la epidemia: sesenta sacerdotes, doce médicos, cinco farmacéuticos y cuatro miembros de la Comisión Popular.
A lo largo del mes de mayo, la curva descendente se mantiene, hasta que el 2 de junio no se registra ningún caso. Pero cuando empezó lo que podríamos llamar la “remoción de escombros”, una catarata de juicios cayó sobre los tribunales, debido muchas veces a testamentos fraguados. Dice el historiador Miguel A. Scenna: “La furia se debió a que aparecieron infinidad de testamentos sospechosos que suscitaron verdaderas guerras privadas entre la multitud de herederos que dejó la epidemia. Ya durante el transcurso de la misma, una serie de delincuentes había manejado testamenterías en forma fraudulenta, derivando aguas de la fortuna hacia molino propio”.
Durante las horas más difíciles faltaron médicos, enfermeros, auxiliares, voluntarios, pero siempre hubo a mano señores que se ofrecían full time, si de trabajar en testamentos se trataba. Como prueba, Scenna reproduce un aviso aparecido en el diario La Prensa. Dice así: “Escribano público. El que se suscribe se ofrece al público para hacer testamentos, sea o no el testador, enfermo de la epidemia. Se lo encuentra a disposición del solicitante a toda hora del día y de la noche. Marcos Miranda- Chacabuco 296”.
La cifra oficial de víctimas es aún hoy tema de discusión, pero la más verosímil sería la que da la Asociación Médica Bonaerense en su revista aparecida el 8 de junio de 1871: 13.614 muertos. Este dato coincide con el diario personal de Mardoqueo Navarro, un sobreviviente que llevó un cuaderno de apuntes durante toda la epidemia, y a quien Scenna reivindica como una importante fuente de información. Según el doctor Penna, siempre citando a nuestras fuentes, en lo que hoy es el apacible Parque Ameghino, habrían sido sepultadas nada menos que 11.000 personas. Del resto, algunos fueron llevados a Recoleta y los demás tuvieron el discutible honor de inaugurar Chacarita.
El agente transmisor de la peste fue el mosquito aegyptis aedes; el que inoculaba la enfermedad mediante la picadura. Recordemos que la microbiología estaba recién dando sus primeros pasos, y los médicos atribuían la causa de ésta y otras epidemias, a misteriosas “miasmas” que invisibles flotaban en el ambiente. Cabe destacar que dicha especie de insecto en la actualidad y en los meses cálidos, prolifera por millones en el Conurbano Bonaerense. Ni hablar de la contaminación del Riachuelo y la zona del Dock Sur, que, una vez más, poco interesa a las autoridades.
Cuando la fiebre amarilla atacaba en Buenos Aires, la ciudad gestaba su nuevo ritmo musical que la representaría: el tango. En 1867 el actor Germán Mac Kay, pintado de negro, canta El negro schicoba, música de José María Palazuelos, considerado un antecedente del futuro tango. Dice Santiago Berardi que en 1872 ya se tarareaba Dame la lata y otros pocos, hasta que se conoció el gran tango Reina de Saba cuyo autor Rosendo Mendizábal trabajaba como pianista en casa de baile. Hacia 1880 Carlos Vega ubica la difusión del tango azarzuelado Señora casera, conocido también como Tango de la casera y su similar Andate a la Recoleta o Tango del recoletero, haciendo referencia a la línea de tranvías que llegaba hasta la Recoleta. Esa línea, creada en 1869, fue fagocitada por la Compañía Anglo Argentina instalada en el país al año siguiente.
Vicente Gesualdo, en su Historia de la música en la Argentina, afirma que en los años 1860-70 surge la milonga-danza, creación típica de los compadres de las orillas. A su vez, Ventura R. Lynch dice que para 1880, “en los contornos de la ciudad está tan generalizada, que hoy la milonga es una pieza obligada en todos los bailecitos de medio pelo que se oye en las guitarras, los acordeones, un papel con peine y en los musiqueros ambulantes de flauta, arpa y violín. (...) También es ya del dominio de los organilleros, que la han arreglado y la hacen oír con aire de danza o habanera”. Según este autor se bailaba “tanto en los casinos de baja estofa de los mercados 11 de Septiembre y Constitución como en los bailables y velorios de los carreritos, soldadesca y compadraje”. De allí habría pasado a los escenarios teatrales.
En 1897 Ezequiel Soria estrena su pieza Justicia criolla donde, según conocidos investigadores, por primera vez aparece en escena una pareja bailando un tango. Uno de los personajes comenta: “Créanme ustedes, señores, que todavía estamos muy atrasados en cuestión de democracia; el pueblo es el que calienta el agua para que el gobierno tome mate”. Pasaron más de cien años...

Angel Pizzorno Dep La Ciudad del Tango






Ahora que tenía un tema principal a tratar, que había encontrado varios puntos realmente interesantes para ampliar como por ejemplo el cementerio de Chacarita, el nuevo ferrocarril, la Comisión Popular. Debía comenzar a investigar sobre estos temas para poder recrear mejor a la Buenos Aires de 1870. También necesitaba encontrar fotos, mapas, nombres de calles de la época, todo lo que fuese necesario para poder reconstruir de la mejor manera el escenario de la fiebre amarilla.

lunes, 24 de agosto de 2009

El último viaje en tren

El periodismo me ha traído hasta America del Sur. Pero mi plan inicial, el que tenía al dejar España ha cambiado. Mi misión en estas tierras era trabajar como corresponsal de guerra para el General Mitre en la guerra contra Paraguay, pero ante las actuales circunstancias, mi espíritu viajero no me ha permitido volver y hoy me encuentro nuevamente en Buenos Aires inmerso en este particular paisaje.

En el Paraguay, la guerra me ha mostrado la furia del hombre y su sed de destrucción, pero nunca antes había tenido la posibilidad de ver esta faceta de la muerte: suelta, sin control; en todos lados, en el aire, en el agua.

En mi primera visita, Buenos Aires era una ciudad en progreso. El puerto tal como un hormiguero, era un continuo paso de hombres y mujeres, buscando un futuro más prospero. Gente de todas partes del mundo llegaba a estas tierras, que les daban la bienvenida. Aquí existía una política de apertura, se esperaba a los extranjeros para poblar las tierras ocupadas por los indios, y de esa manera trabajarlas y producir recursos. He tenido la posibilidad de leer lo escrito por el Presidente Sarmiento en sus épocas de corresponsal, tal como yo, y en esas líneas se veían reflejadas las políticas de desarrollo de este lugar. El europeo llegaba aquí a poblar y civilizar.

Pero hoy el panorama ha cambiado. A pesar de las advertencias que recibí de las personas que encontraba en el camino, huyendo de la ciudad, yo debía llegar hasta aquí y ver esto con mis propios ojos. Mis planes al finalizar la guerra eran otros; viajar al Brasil, visitar algunos colegas que conocí durante mi estadía en los campos de batalla y con toda la información recolectada en mi diario volver a España. Estando en Brasil las noticias de una Buenos Aires azotada por la Fiebre Amarilla comenzaron a llegar. Decidí entonces emprender el regreso hacia la Gran Aldea, por donde había pasado antes de llegar al Paraguay.

Las advertencias han sido demasiadas en los largos kilómetros recorridos hacia Buenos Aires y me he encontrado con personas huyendo hacia el interior, para escapar del mal que los acecha.

Tuve algunos problemas para poder entrar en la ciudad, ya que desde las provincias limítrofes recomendaban no seguir. En ese momento me parecieron exageradas las recomendaciones, pero al ver las calles de la ciudad de Buenos Aires creo que fueron bien fundadas.

A medida que avanzaba por la ciudad una sensación de vacío y desolación se apoderó de mí. Llego a la plaza Victoria y viene a mi memoria como una foto, la plaza de mi antigua visita; llena de vida, con idiomas mezclándose y distintos ritmos que se fundían para formar una sola música. Ahora la música no está, sólo se escuchan motores de autos que vienen y van, autos que por lo que alcanzo a ver son en su mayoría coches fúnebres. El aroma de la ciudad ha cambiado, no se si es el calor que espesa el aire o el olor hediondo que hace tan difícil respirar.

La plaza Victoria está vacía, en los alrededores tampoco hay nada. El Cabildo cerrado, la Casa de Gobierno desierta, las autoridades han dejado la ciudad hace tiempo ya.

Tomo la calle Balcarce y me dirijo hacia el barrio de San Telmo, he escuchado comentarios de que esa zona es la más sufrida. No se ve mucho movimiento, hay casas cerradas, con las ventanas y puertas tapiadas por maderas; otras están abiertas, pero en su interior no queda nada, no hay muebles ni gente, nada.

Continúa el ir y venir de los coches fúnebres, algunos cajones son llevados por los coches de plaza y otros quedan apilados en las esquinas. Es una imagen difícil de olvidar, pocas veces viví algo de semejante magnitud, mi piel se estremece. Pienso en cada persona que se encuentra allí adentro, su muerte pasa como algo más, inadvertido; no hay honores ni glorias, hasta el ser más despreciable merece un descanso más digno.

Recorro las calles de San Telmo y los conventillos comienzan a aparecer, otra vez la sensación de vacío me ahoga. El paisaje es conmovedor, cuadras atrás las calles estaban vacías, y ahora veo a las pocas personas que siguen aun en la ciudad, los inmigrantes, luchando para no ser desalojados, peleando para que sus pertenencias no sean incineradas. Es un caos, un malón de policías irrumpe en una de las casas y los inquilinos resisten, la requisa parece estar a cargo de dos hombres que intentan explicarles a los inmigrantes la situación. Estos hombres no son parte de la policía, su vestimenta es distinta y su comportamiento difiere, ellos ordenan, designan lo que será para quemar y lo que no, pero en ningún momento entran en lucha con los inquilinos, para eso están los oficiales.
Es una situación insólita, los gritos me aturden, los idiomas son varios y es imposible entender lo que está sucediendo.

La violencia le gana a todo intento de paz, y la policía comienza a reprimir ante la negativa de los inquilinos de abandonar el lugar. Por un instante creo volver al Paraguay, reviviendo viejas escenas de violencia.
La situación se vuelve aun más tensa, comienzan a quemar todas las pertenencias de los inmigrantes, mientras las mujeres pelean por salvar sus cosas. La lucha se vuelve cada vez más cruel, digna de los mejores campos de batalla; los dos hombres a cargo siguen dando órdenes y los oficiales obedecen, entran al edificio rompiendo la barrera de los inquilinos que no les permiten el paso, y sacan a la vereda todo lo que encuentran: ropa, muebles, colchones. Esta gente está viendo ante sus ojos desaparecer lo poco que tienen, todo un sueño de prosperidad arde ante ellos. Es desgarrador.

Parece que la policía ya ha arrasado con todo, los dos hombres que dirigen empiezan a discutir y uno de ellos entra al conventillo sin importarle los golpes y empujones que recibe por parte de los habitantes que resisten su desalojo. Afuera todavía sigue la lucha, el humo del incendio cubre la atmósfera y hace aún más caótica la situación, empiezan a haber algunos caídos, con brazos o cabezas rotas. El hombre sale del edificio y da la orden de retirarse. Parece que por fin la situación va a calmar, pero no es así; antes de irse los policías clausuran el conventillo y desata la furia de los inquilinos. Con mas violencia que antes, buscan resistir y no permiten que el conventillo sea cerrado. La resistencia es inútil, la policía logra cerrar el lugar y a toda prisa se retiran. Es desolador ver como queda esta gente, heridos y desesperados. Intentan apagar el fuego para rescatar algo, pero es en vano, no queda nada. Comienzan a dispersarse, algunos intentan entrar nuevamente al edificio, otros, los mas resignados, emprenden el viaje y desparecen.
Busco a los hombres encargados de este operativo tratando de hablar con ellos y los encuentro en otro conventillo repitiendo las mismas acciones. Me acerco a uno de ellos y pocas son las palabras que logro cruzar con él, no me presta atención, está demasiado ocupado con su misión. Pero en el momento en que escucha mi nombre se detiene, nos corre hacia un costado y se dedica a hablar conmigo. Reconoce quien soy, ha escuchado hablar de mí y de mi labor con el General Mitre.

Se presenta como Juan Carlos Gómez, miembro de la Comisión Popular, me explica cual es su labor y a que se dedica esta comisión. Ellos son los encargados de desinfectar los focos infecciosos. Le pregunto si es necesario dejar en la calle a toda esa gente y él responde que es la única manera de apaciguar los males. Me da algunos datos que me impactan, el día anterior se notificaron 501 muertes debido a la fiebre amarilla, me comenta del colapso que esta sufriendo la ciudad. Desde hacia una semana el gobierno decretó feriado nacional hasta fin de mes y se aconseja abandonar la ciudad, diarios como La Nación o La Prensa apoyan esta medida desde sus editoriales. Los Hospitales de Hombres y Mujeres están colapsados, las autoridades armaron carpas de emergencias y aun así, Gómez dice que es imposible afrontar la situación ya que sólo quedan 70 médicos en la ciudad. Muestra cierto desprecio hacia el Gobierno, critica el haber abandonado la ciudad y los hace responsables de la gravedad de la situación, me explica que ya a principio de año, algunos de sus colegas anticipaban el brote epidémico, pero estas advertencias no fueron tomadas en cuenta, las autoridades estaban ocupadas con los preparativos de los festejos oficiales del carnaval.

Me pide disculpas y se retira ya que el desalojo del conventillo es otra vez violento y él debe hacerse cargo. Camina unos pasos alejándose, y volviéndose hacia mi, me dice: “si realmente quiere ver la furia de la epidemia, viaje hacia el oeste y busque el nuevo cementerio, pregunte por la locomotora La Porteña o como me gusta llamarla a mi, el Tren de la Muerte, busque al señor Munilla, el podrá contarle más”. Otra vez se alejó.

Subo al carruaje que me traslada y doy indicaciones de ir hacia el nuevo cementerio. Las palabras de Gómez quedan repicando en mi mente, 501 muertos, tren de la muerte, un nuevo cementerio, realmente esto es una catástrofe.

Creo que me estoy acercando, ya que hay cada vez más carros con cajones que van en mi misma dirección. Un estruendo me hace notar la llegada del tren, todavía no logro visualizarlo pero el humo de la locomotora en el cielo y el ruido me indican que está cerca.
A lo lejos se ve la entrada del cementerio, los carros hacen fila uno detrás de otro para poder ingresar. Algunos cuerpos son traídos sin féretro y los sepultureros los apilan en la entrada. Metros mas atrás aparece parado en la estación el Tren de la Muerte. Los hombres del cementerio abren las puertas de los vagones de carga y allí están los ataúdes de la Fiebre Amarilla, uno arriba de otro formando casi un muro de color madera.

Me bajo antes de llegar a la entrada, la calle está colmada y es imposible avanzar con el carruaje. La atmósfera es densa, el humo de la locomotora más el olor a putrefacción hacen que sea muy difícil respirar. Llego a la puerta y un hombre me detiene, me presento y pregunto por el señor Munilla. Éste me pide que espere y sale a buscarlo, Munilla tarda alrededor de media hora en llegar. Se disculpa por la tardanza y explica que es una tarea tediosa ser el encargado del cementerio en esta época de epidemia. Me presento nuevamente y le comento cual era mi profesión y la razón que me trajo hasta aquí. Munilla me invita a pasar a su precaria oficina, un cuarto sin ventanas que contaba sólo con dos sillas, algo muy improvisado.

Comienza la charla intentado no hacer tan formal el encuentro y bromea que si algún día llego a publicar un libro sobre la epidemia le gustaría recibir una copia. Sonrío y le digo que así será, luego le pido que me describa la situación.

Empieza contándome que estas siete hectáreas fueron compradas por el Gobierno debido al colapso del cementerio del sur. Anteriormente trabajaba como sepulturero, pero debió ponerse al frente del cementerio cuando el anterior encargado murió de fiebre amarilla. Acota que ya son más de doce los sepultureros que murieron mientras trabajaban.
No aguanto mi ansiedad y sin dejar que él termine de hablar pregunto sobre el famoso tren de la muerte. Sonríe otra vez, admite que ese nombre le parece gracioso y me explica que es un nuevo ramal del tren que desde el gobierno pusieron a disposición para el traslado de los cuerpos; realiza sólo dos viajes y son de uso exclusivo para el transporte de cajones, de allí el famoso nombre. Noto que Munilla aun rodeado de tanta muerte no pierde el sentido del humor, y largando algunas carcajadas me cuenta como hace unos días confundieron a un hombre que se quedó dormido en la calle luego de una soberana borrachera y lo llevaron con los demás cuerpos sin vida, al llegar al cementerio el hombre despertó, casi pierde la vida por error. Yo me rio un poco por lo irónico de la situación y otro poco por compromiso.
La entrevista termina de manera muy amigable, Munilla me habla de su familia y pregunta por la mía, a pesar de las circunstancias ha sido un tiempo muy grato el que he pasado con este hombre.
Me acompaña hasta la puerta donde me despide y me hace prometerle que cuando la epidemia pase volveríamos a encontrarnos, para celebrar la vida. Yo acepto con mucho gusto, estrecho su mano y antes de irme, Munilla bromea una vez más conmigo, se ríe del calor y transpiración de mis manos, me pregunta que es lo que me pone así, si eran los nervios de tener a la muerte tan cerca. Sonrío y respondo irónicamente, que puedo con ella. Recién en este instante me percato del calor que siento, inusual para ésta época del año. Doy un último vistazo al cementerio, saludo una vez más a Munilla y salgo en busca del carruaje que me espera. Camino con la cabeza gacha, como si la realidad me pesara sobre los hombros; una gota de sangre que cae en mi camisa me saca de forma abrupta de mis pensamientos. Tomo el pañuelo blanco que siempre llevo en el bolsillo de mi traje, me limpio la nariz y este se tiñe en su totalidad de rojo.

Yo sé muy bien qué significa esto, lo he visto, lo reconozco.

Pienso en la promesa que tengo con Munilla y como hombre de palabra que soy la cumpliré. Volveré antes de lo previsto sólo que esta vez no será en carruaje.








Esto es la última versión de mi proyecto de narración, como siempre el resultado final no me termina de convencer, pero sigo intentando de darle un poco más de forma.
Voy a intentar de seguir subiendo la información que fui recolectando para realizar el trabajo.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Pensamientos de escritora

Retorno luego de una vacaciones en Cordoba. Necesito ponerme al día con todo lo del proyecto y empezar a subir los borradores que tengo y las versiones mas elaboradas.


Primeramente voy a subir la información que estuve buscando, en la cual se basa gran parte de mi trabajo. Como mi trabajo trata de una epidemia en el 1870, me dedique a leer muchos libros de historia, páginas de internet, buscar fotos, mapas, para lograr darle un contexto a este trabajo.

No subo todo porque hay muchas cosas repetidas y se haria muy extenso.



La epidemia de fiebre amarilla de 1871 fue una catástrofe que mató al 8% de los porteños, paralizó la ciudad, hundió algunos barrios e hizo surgir otros, clausuró el cementerio del Sur y engendró Chacarita.
A comienzos de 1870, Buenos Aires es todavía la Gran Aldea. En ella conviven el Gobierno Nacional, el de la Provincia de Buenos Aires y el municipal. El censo de 1869 había registrado en la Ciudad de Buenos Aires 187.000 habitantes. Se inaugura el tranvía de la Recoleta a la Plaza de la Victoria( actual plaza de mayo). Se fundan la Compañía de Gas y el Banco Nacional, y el primer bandoneón desembarca en brazos de un marinero alemán. Por cada librería hay cien billares y 150 pulperías. Un dato es preocupante: sobre 19.000 viviendas urbanas, 2.300 son de madera o barro y paja. Hay un incipiente sistema de aguas corrientes, pero el grueso de la población se surte de pozos o directamente del río, por medio de los aguateros. En este último caso, las quejas por la suciedad del agua son constantes. La construcción no acompaña el ritmo del flujo inmigratorio. Comienza el hacinamiento de inmigrantes en los barrios del sur. La higiene urbana deja mucho que desear.

El panorama del país interior: La Guerra del Paraguay finaliza con la destrucción total del país hermano.
Los montoneros tienen a maltraer al presidente Sarmiento y los malones liderados por el cacique Calfucurá consuman doce invasiones en un año. Una de ellas llega a los suburbios de Rosario; las fronteras interiores retroceden a los límites del siglo XVIII.
A fines de 1870 se registran numerosos casos de fiebre amarilla en Asunción del Paraguay. En Corrientes, el primer enfermo se detecta en diciembre de ese año y el último en junio de 1871. De 11.000 habitantes que tenía la ciudad, mueren 2.000.
El 27 de enero se conocen tres casos de fiebre amarilla en Buenos Aires. A partir de esa fecha se registra un promedio de diez enfermos diarios. Las autoridades parecen desoír a quienes advierten que se está en presencia de un brote epidémico. La polémica crece y gana los diarios. La municipalidad trabaja intensamente preparando los festejos oficiales del carnaval. A fines de febrero el Dr. Eduardo Wilde asegura que se está en presencia de un brote febril. El bullicio carnavalesco ahoga la voz de este solitario aguafiestas. Marzo empieza con 40 muertes diarias. Todas de fiebre. El pánico sucede a la despreocupación. La peste desborda a los conventillos de San Telmo para, sin prejuicios clasistas, comenzar a golpear a las familias acomodadas del Norte. Se prohíben los bailes. Mucha gente decide abandonar la ciudad. La primera semana de marzo cierra con cien fallecimientos diarios provocados por la fiebre. Algunos diarios informan sobre el flagelo con titulares catastróficos, estimulando a la otra peste que empieza a atacar a los que se salvaron de la fiebre: el terror.
Los hospitales generales de Hombres, de Mujeres, el Italiano y la Casa de Expósitos (Casa Cuna) colman su capacidad. Los sesenta médicos que se quedaron, igual que el puñado de enfermeras y sepultureros, no dan abasto. El puerto es puesto en cuarentena y las provincias limítrofes impiden el ingreso de personas y mercaderías procedentes de Buenos Aires.
El 13 de marzo se crea la Comisión Popular de lucha contra la fiebre. La encabeza el doctor Roque Perez y están entre otros, Lucio Mansilla, Argerich, Billinghurst, el poeta Guido Spano, Vedia y Mitre. A mediados de mes los muertos pasan de 150 por día. La ciudad se va paralizando. El presidente Sarmiento y el vice Adolfo Alsina la abandonan. El diario La Prensa del 21 de marzo comenta el hecho con éstas palabras: “Hay ciertos rasgos de cobardía que dan la medida de lo que es un magistrado y de lo que podrá dar de sí en adelante, en el alto ejercicio que le confiaron los pueblos”.
La ciudad tenía solamente 40 coches fúnebres. A fines de marzo, los ataúdes se apilan en las esquinas. Coches con recorrido fijo transportan todos los cajones que encuentran. Pronto se agregan los coches de plaza para cubrir la demanda de vehículos. Las tarifas que cobran los “mateos” es otro de los escándalos que se suma al precio de los escasos medicamentos que existen, y que apenas sirven para aliviar los síntomas. Empiezan a escasear los féretros, los carpinteros también son mortales. Por ésta razón, los cadáveres, cada vez en mayor cantidad, son envueltos en sábanas o simples trapos, y los carros de basura se incorporan a la flota fúnebre. Se inauguran las fosas colectivas. Hay saqueos y asaltos a viviendas a plena luz del día. Los delitos se incrementan velozmente, como los suicidios. Algunos delincuentes operan disfrazados de enfermeros, para acceder fácilmente a las casas en que hay enfermos.
Abril había comenzado con un avance desenfrenado de la fiebre. El día 4 fallecen 400 enfermos. El 15 la municipalidad ordena desalojar los conventillos. La Comisión pide que se los incendie. El cementerio del Sur, el actual Parque Ameghino de la Avenida Caseros al 2300, queda colmado. La municipalidad compra siete hectáreas en la Chacarita de los Colegiales y habilita un nuevo cementerio. El problema es la distancia. El ferrocarril Oeste tiende una línea de emergencia a lo largo de lo que hoy es la Avenida Corrientes, con cabecera en Corrientes y Pueyrredón. Se inaugura una suerte de tren de la muerte, pues el convoy, que realizaba dos viajes diarios pero de ida solamente, transportaba exclusivamente difuntos. Así nació Chacarita.
El 9 de abril fallecen 501 personas. Recordemos que el promedio diario de muertes antes de la epidemia, era de veinte individuos. Entonces las autoridades que todavía quedan, ofrecen pasajes gratis, y vagones del ferrocarril como viviendas de emergencia, en lo que hoy es el Gran Buenos Aires. Dos tercios de la población abandonan la ciudad. La Comisión Popular, independientemente del gobierno, también se dirige a los vecinos y aconseja textualmente: “...abandonen la ciudad. Aléjense de ella lo antes posible”.

El día 10 de abril, los gobiernos Nacional y Provincial decretan feriado hasta fin de mes, legalizándose una situación que ya existía de hecho. Ese día, 563 defunciones acompañan el feriado negro. A la parálisis de la administración pública y el sistema bancario, se suma una ola de quiebras y la caída vertical de la actividad económica. Los diarios cierran uno a uno. Sólo La Nación sigue saliendo en forma normal. La Prensa lo hace con una edición de emergencia.
Hubo personas que pudiendo abandonar la ciudad, no lo hicieron. Que en vez de tratar de salvarse, murieron llevando auxilio a quienes nunca habían visto. De unos pocos tenemos los nombres, como los doctores Roque Perez, Manuel Argerich, Francisco Muñiz y otros. La mayoría quedó en el anonimato. Cayeron luchando contra la epidemia: sesenta sacerdotes, doce médicos, cinco farmacéuticos y cuatro miembros de la Comisión Popular.
La cifra oficial de víctimas es aún hoy tema de discusión, pero la más verosímil sería la que da la Asociación Médica Bonaerense en su revista aparecida el 8 de junio de 1871: 13.614 muertos. Este dato coincide con el diario personal de Mardoqueo Navarro, un sobreviviente que llevó un cuaderno de apuntes durante toda la epidemia, y a quien Scenna reivindica como una importante fuente de información. Según el doctor Penna, siempre citando a nuestras fuentes, en lo que hoy es el apacible Parque Ameghino, habrían sido sepultadas nada menos que 11.000 personas. Del resto, algunos fueron llevados a Recoleta y los demás tuvieron el discutible honor de inaugurar Chacarita.










Este es un pequeño resumen de toda la búsqueda que realice. Hay mucho mas para agregar, pero creo que se haría muy extenso y aburrido








Estas son algunas fotos que fui encontrando, para recrear un poco más la ciudad en esa época. (Antiguo cuartel en Arenales entre Maipu y Florida)



Un mapa de Buenos Aires con las calles que había en 1870.



La plaza Victoria (actual plaza de Mayo).

martes, 28 de julio de 2009

Pensamientos de Escritora III

Luego de un pequeño receso (estuve pensando mucho en el proyecto, pero sin demasiado tiempo para sentarme y poder escribir aca), vuelvo a escribir sobre mi cuento.

Ya lo decidí, es una ficción histórica (no se si realemente se dice asi). Como dije antes, me interesaba mucho el tema de las epidemias y lo que cusaba en la gente. Estuve investigando y mi elección fue tratar la epidemia de la fiebre amarrilla en 1871.

Mi investigación me llevó a descubir varias cosas interesantes, como por ejemplo la creación del cementerio de chacarita (que dicho sea de paso, queda a muy pocas cuadras de mi casa). También recolecté información de los médicos que se quedaron en la ciudad para ayudar en esta epidemia.

La historia se basa en la descripción de la ciudad en la época de 1870. Es un diario de viajero (o por lo menos un intento) de un periodista extranjero, encargado de cubrir la situación.

Todavía no quiero subir lo que escrbí, porque como siempre, no me gusta lo que hice. En estos días voy a intentar darle un cierre, tomar valor y subirlo de una vez, jeje.

martes, 14 de julio de 2009

Pensamientos de escritora

Estos días los dediqué a poner en papel las ideas que estaban volando en mi cabeza. La verdad es que sólo a una de ellas le vi futuro, por lo que decidí descartar a las demás.

Sigo pensando este proyecto en torno al territorio de guerra y a la consigna del cuadernillo "viaje y narración" que propone pensar a la ciudad de Buenos Aires sitiada, o a la Biblioteca Nacional bombardeada. Sin embargo, transformaré un poco esta propuesta y pensaré a la ciudad acechada por otro tipo de fenómeno.

Tal como me recomendó Claudia, leí varios de los proyectos narrativos elaborados por los chicos de la cursada del año pasado. Más allá de los proyectos, que me son de gran ayuda, rescato lo escrito sobre el proceso que realizaron para lograr el resultado final. Es una herramienta más para encaminar el trabajo previo a la escritura.

martes, 7 de julio de 2009

Pensamientos de escritora.

Sigo en la nebulosa, con muchas ideas pero nada demasiado concreto. De los territorios que recorrí, el de guerra creo que será el elegido.
En el cuento de Juan Goytisolo, El sitio de los sitios, encuentro ciertos disparadores que me llevan a pensar en algunas posibilidades de ficción. Me gusta la idea de mantener cierta relación con la realidad, y esto es lo que intentaré buscar con mi futuro escrito.

lunes, 6 de julio de 2009

Tarde de arte


Como es usual en mí corro contra el reloj, la hora del encuentro con mis compañeras de grupo Paula y Noemí se acerca y yo sigo dando vueltas en mi casa. Miro por la ventana, el cielo negro y la lluvia no cesa, decido pedirle a mi papá que me lleve en el auto hasta la Rural en el barrio de Palermo donde acordé el encuentro; Rezongando bastante decide llevarme. En el camino hablamos sobre el trabajo que tengo que realizar y sobre ArteBA. Le comento que es la Feria de Arte Contemporáneo que se realiza en la ciudad de Buenos Aires, que contiene una mezcla interesante entre todo tipo de artistas, desde los más reconocidos, hasta los que recién están dando sus primeros pasos en el mundo del arte. Entre charla y charla nos pasamos y debemos dar toda la vuelta, aprovecho ese tiempo y llamo a mis compañeras, les aviso que estoy a unas cuadras. Por fin llegamos a destino, me bajo del auto, saludo a mi papá y comienzo a caminar hacia la boletería donde me esperan Paula y Noemí. Me cuesta trabajo encontrar a mi compañeras debido a la cantidad de gente que circula, noto que la gran cantidad de personas también es porque al lado de la boletería está la entrada para el espectáculo Opera Pampa. Busco entre la multitud, algunos pasan apurados, otros como yo esperan a su compañía. Encuentro a Paula y segundos más tarde llega Noemí. Nos saludamos y verificamos haber traído todo lo necesario, la cámara, las pilas, el cuaderno y el grabador. Juntas fuimos a comprar las entradas y comenzamos el recorrido. Al entrar observé lo grande que es el predio en el cual se desarrolla la feria. La muestra está dividida en pequeños stands donde cada artista tiene su lugar; alcanzo a ver algunos carteles con los nombres de los expositores y sus lugares de procedencia. Hay obras de todas partes del mundo, España, Chile, Uruguay, México.
Particularmente, yo nunca había estado en un evento de esas características, por lo cual no tengo ni la experiencia ni el conocimiento como para dar una opinión más técnica sobre la muestra, sólo cuento con mi percepción.
Caminamos sin tener mucha idea hacia dónde ir, estamos las tres calladas, inmersas en ese mundo tan distinto. Veo varias obras pero ninguna con demasiada atención, hasta que me cruzo con una mujer muy particular que me hace detener. Me es extraño pensar que lo primero que realmente llama mi atención fuese una persona y no lo que se esta exponiendo. Tiene un aspecto exótico, es alta y delgada, su cabello es rubio, encrespado, da la sensación de que crece hacia arriba. Tiene la piel oscura y bronceada, que contrasta con el pelo platinado; lleva puesto un vestido azul y verde bien corto y muy llamativo inadecuado para el frío que está haciendo. Se pasea por los pasillos sonriendo con un vaso de champagne, conversando con la gente. En un primer momento pienso que se trata de alguien perteneciente a alguna de las muestras. Luego me doy cuenta de que se trata de un visitante más, que esta disfrutando de la feria. Siento más admiración por esa mujer, que parece salida de alguna de las obras, por su vestimenta y su manera de andar, que en lo que vi hasta este momento. Les comento a mis compañeras sobre esta mujer, nos reímos un poco y decidimos seguir viaje.
Mientras miramos, tomamos notas y sacamos fotos. Seguimos caminando, comentamos algunos cuadros pero no hablamos demasiado. Es difícil transitar tranquilo, hay mucha gente que se detiene, que pasa distraída, que te lleva por delante. Me encuentro con una pintura muy particular, la observo, le busco un sentido pero no logro encontrarlo. Llamo a mis compañeras, les muestro la pintura y les pido su opinión, ella tampoco tienen mucho que decirme. Se trata unos de cuadros pintados de un color con una franja que los atraviesa en un tono mas claro. Esta obra genera ciertas preguntas en mí, como por ejemplo qué es el arte, a qué se considera arte o qué es lo que le da valor a esos cuadros como para estar expuestos en una feria así. Quizás ese era su efecto, causar esas preguntas. Sin embargo no encuentro respuestas, sigo sin comprender porque una pintura así ocupa ese lugar. Pero como mencioné antes, soy inexperta en este tipo de eventos culturales, por lo cual debe haber muchas cosas que no lograré comprender.
Ya estoy cansada de tanto caminar y me siento perdida, hay demasiado para ver.
Decidimos ir al barrio joven, donde se ubicaban todos los nuevos artistas, a escuchar una de las charlas. Llegamos tarde, la charla ya comenzó, el sonido no es bueno, por lo que se nos hace difícil seguir el hilo de la conversación. Puedo distinguir a grandes rasgos que se está hablando de las complicaciones que sufren estos nuevos artistas para exponer sus materiales. No puedo concentrarme en lo que están hablando, me pierdo mirando el salón, me es una imagen tan extraña. En el centro una barra de una conocida marca de champagne vendiendo pequeñas botellas, la gente sentada bebiendo en unos sillones muy modernos con forma circular y entre medio de todo eso una clase de taekwondo. Me es imposible prestar atención a lo que dicen en la charla con semejante espectáculo ante mis ojos. ¿Cuál será el fin de esa clase? ¿Qué tendrá que ver con las muestras y con la charla que se esta dando? Todavía más preguntas invaden mi cabeza y yo sigo sin poder contestarlas.
La charla finalizó por lo que decidimos recorrer un poco más este sector. Vislumbro unas gráficas interesantes. Se tratan de publicidades muy tradicionales haciendo referencia a valores típicos como la familia, la educación, a las cuales se les cambió algunas palabras o imágenes, volviéndolas transgresoras y distorsionando por completo su sentido, relacionándolas con temas como por ejemplo el sexo.
Recorrimos todo el Barrio Joven y sin nada más por ver, salimos de él para seguir con el resto de la feria. A los pocos metros vemos un stand el cual me sorprende muchísimo. Está auspiciado por una marca de cigarrillos y no está permitido el paso de menores de 18 años, me parece raro ver una cosa así en un evento de estas características. Cómo estaría relacionada esta marca con una feria de arte. Queremos entrar pero como no tenemos nuestros documentos con nosotras y no fumamos no nos permiten ingresar. Nos vamos con cierto enojo, comentando lo mal que nos parece esta situación.
Seguimos recorriendo ArteBa, ya se había hecho tarde, así que empezamos a caminar hacia el lado de la salida.
En el trayecto observo un cuadro que me transporta al taller de expresión que curso y al tema del viaje que tanto tratamos en él. Son fotos de distintos micros pintados, tomadas en las rutas de la Argentina, recolectadas por el fotógrafo durante diez años. Veo estas fotos, y pienso en las historias de estos micros, en el por qué de sus decorados, en la vida de las personas que viajan en ellos y en el fotógrafo que decide sacar ese tipo de fotos. Estas fotografías me transmiten una sensación de libertad y de otra vida totalmente distinta a la que llevo yo. Me recuerdan a los textos leídos en taller y cómo el viajar provoca una mirada distinta.
Dejo de pensar en todas esas personas y en sus viajes, miro el reloj, la hora del cierre se acerca. Decidimos irnos; en el camino conversamos de todo un poco, pero casi nada sobre lo que habíamos visto hacía un rato. Antes de despedirnos arreglamos lo que cada una llevaría para la próxima clase de taller. Nos saludamos y nos separamos.